La retirada de Petronas del proyecto de exportación de GNL en Argentina no fue una simple decisión empresarial.  Más allá de los argumentos oficiales, detrás de la reducción del proyecto de exportación de GNL elaborado por YPF y Petronas, se perfilan factores geopolíticos de enorme magnitud que forzaron decisiones políticas en un entorno internacional cada vez más condicionado por la disputa energética. La planta que pudo posicionar a la Argentina en el mercado asiático, fue desactivada por imposiciones, omisiones y cambios en las posturas diplomáticas que rompieron la neutralidad histórica del país.

El reciente anuncio de YPF sobre la exportación de gas natural licuado (GNL) marca un giro significativo en la estrategia energética de la compañía y del país. Horacio Marín, presidente de YPF, confirmó que se avanzará en un proyecto de menor escala, mediante la instalación de buques de licuefacción flotantes (FLNG), abandonando definitivamente la idea de construir una planta terrestre. Este enfoque modular permitirá exportar GNL con una inversión inicial más baja y menores riesgos financieros, en contexto internacional signado por la falta de financiamiento.

El proyecto volverá al puerto de Bahía Blanca, donde rige el Régimen de Fomento para Inversiones Estratégicas en Buenos Aires (RIGI bonaerense). Allí se instalará la planta flotante, con la posibilidad de trasladarla a otros países en caso de que las condiciones jurídicas locales se vuelvan desfavorables.

El primer buque, fruto de una alianza entre Pan American Energy, YPF, Pampa Energía, Harbour Energy y la noruega Golar LNG, entraría en operación comercial en 2027 con una capacidad de 2,45 millones de toneladas al año. Aunque pragmática, la decisión de prescindir de una planta en tierra implica renunciar a consolidar un polo industrial permanente, apostando por una salida más pequeña y adaptable para ventas de menor escala.

Antecedentes de exportación

Durante la presidencia de Miguel Gutiérrez en YPF, la compañía concretó cinco exportaciones de GNL utilizando la unidad flotante de licuefacción Tango FLNG, instalada en el puerto de Bahía Blanca. Estas operaciones, realizadas entre 2019 y principios de 2020, marcaron el debut de Argentina en el mercado internacional del GNL. Sin embargo, todas se realizaron a pérdida, dado que el precio internacional del GNL se ubicaba por debajo del umbral de rentabilidad, estimado en US$ 10 por millón de BTU. Además, el contrato con la empresa belga Exmar, propietaria de la barcaza, implicaba pagos mensuales de entre 5 y 8 millones de dólares hasta 2029, lo que agravó la situación financiera del proyecto.

Ante este escenario, YPF decidió rescindir el contrato con Exmar en octubre de 2020, acordando el pago de US$ 150 millones para evitar litigios arbitrales. Este acuerdo incluyó un pago inicial de US$ 22 millones y el resto en cuotas mensuales. Según estimaciones del sector, las pérdidas acumuladas por estas exportaciones alcanzaron los US$ 145 millones, y se proyectaba que podrían haber llegado a US$ 800 millones si el contrato se mantenía vigente hasta su finalización. Se espera que el nuevo proyecto no siga la misma suerte.

¿Por qué más chico?

La caída del ambicioso proyecto de instalación de una planta terrestre de GNL entre YPF y Petronas no sólo representó la pérdida de una oportunidad estratégica para Argentina, sino también la consecuencia directa de una decisión política intencionalmente mezquina y técnicamente desacertada: trasladar la localización de la planta desde Bahía Blanca a Punta Colorada, en Río Negro, justo después de la sanción del Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI), que garantiza estabilidad normativa y fiscal por treinta años, concebido -precisamente- para atraer capitales de largo plazo.

Bahía Blanca tiene infraestructura portuaria consolidada, acceso a redes de transporte y cercanía a los centros industriales y financieros del país, mientras que Punta Colorada carece de conectividad básica y requería una costosa inversión en infraestructura logística primaria.

La decisión -según se publicitó- respondió al intento del presidente Javier Milei de quitarle al entramado político bonaerense inversiones y concentrarlas en provincias políticamente más afines o menos densamente organizadas.  

En Corporación América, la tarea de Milei se centró en la evaluación integral de proyectos estratégicos, analizando la viabilidad económica. Esta tarea implica calcular inversiones y retornos esperados, aplicar tasas de descuento apropiadas y realizar análisis de sensibilidad para anticipar la evolución de variables clave que puedan incidir en la rentabilidad del capital invertido y la formulación de estrategias de cobertura que preserven el valor patrimonial de la empresa.

Es decir, Javier Milei supo desde el primer momento, que el traslado de la planta impuesto a los malayos iba a significar el retiro del proyecto. La imposición, contraproducente desde la racionalidad económica, terminó por ahuyentar a Petronas no sólo del proyecto de GNL, sino también de su participación en la producción de Vaca Muerta, contribuyendo a la fama de poco confiable del país como receptor de grandes capitales.

La retirada significó también un severo golpe para el entramado empresarial argentino, así como para las provincias de Buenos Aires y Neuquén, e incluso para el propio gobierno de Javier Milei.

Si la inversión proyectada, estimada en US$ 30.000 millones, se perfilaba como una de las más importantes en la historia económica del país, la pregunta que se impone es: ¿Fueron realmente razones de política doméstica las que explicaron el retiro de Petronas, o existieron factores más profundos y menos visibles que inclinaron la balanza e impidieron que la inversión se radicara en la Provincia de Buenos Aires?.

Petronas no es un actor improvisado: opera entre los grandes jugadores globales del sector y venía evaluando este proyecto desde hacía años, con pleno conocimiento de las proyecciones del mercado y con clientes ávidos de GNL. Por ello, surgen hipótesis que trascienden los argumentos trillados sobre el costo argentino o la inseguridad jurídica. Se trata, más bien, de razones geopolíticas deliberadamente silenciadas en el debate público, ya sea por desconocimiento, por temor a incomodar intereses externos o por el clásico reflejo nacional del “no te metás”.

Política exterior

Por la diversidad de la población inmigrante, la Argentina ha mantenido una tradición de neutralidad en las relaciones internacionales, con tendencias al multilateralismo y la integración regional. Sin embargo, con la llegada de Javier Milei a la Casa Rosada, se inauguró un inédito período de insultos y diatribas contra los principales dirigentes del mundo.

Entre otros, el presidente calificó al Papa como “el representante del maligno en la Tierra”, llamó “comunista y corrupto” a Lula da Silva y extendió sus agravios al presidente chino Xi Jinping y al mandatario español Pedro Sánchez y esposa.

Se tensó la relación con Brasil al punto de que durante un momento crítico de demanda invernal de gas, Argentina requirió importaciones desde Brasil y el Planalto optó por revisar el contrato, generando nerviosismo en el área de Energía. En cuanto a China, el gobierno argentino terminó reculando y renovando el swap de monedas, al tiempo que Horacio Marín viajó a Pekín a recomponer el vínculo. “Es un socio muy interesante; no exigen nada, sólo que no los molesten”, declaró Milei en tono distendido. Está por verse aún si las presiones del Foreign Office para que se desprenda de los compromisos con China serán efectivas.

En cuanto a los conflictos en Medio Oriente, Argentina tradicionalmente apoyó una solución de dos estados entre Israel y Palestina, en cumplimiento de las resoluciones de las Naciones Unidas, coherente con el reclamo sobre Malvinas.

Una postura de neutralidad en los conflictos internacionales, facilita las relaciones diplomáticas y la cooperación entre empresas estatales. Malasia es un país mayoritariamente musulmán, y tiene una postura firme de apoyo a Palestina y no tiene relaciones diplomáticas formales con Israel. La postura de Javier Milei, de apoyo incondicional al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, rompió con la tradición de neutralidad en el conflicto de Medio Oriente. Recientemente, el gobierno malayo incluso prohibió la entrada de barcos con bandera israelí en sus puertos, en el contexto del conflicto entre Israel y Hamás.

Otro tema que muy probablemente contribuyó a inclinar la balanza, fue la renuncia de Argentina a integrar el bloque BRICS, que incluye a Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica. El primer ministro de Malasia, Anwar Ibrahim, confirmó que su gobierno había presentado una solicitud formal para ingresar a este bloque. Malasia ve su adhesión al BRICS como una oportunidad para expandir su red económica y alinearse con los intereses de los países periféricos. La participación en el BRICS también refuerza el respaldo financiero para los países miembros, que hasta hace poco incluía a Argentina.

La combinación de vacíos informativos, cambios bruscos y omisiones discursivas permite inferir que podrían haber mediado presiones externas o decisiones alineadas con una eventual arquitectura geopolítico en el Atlántico Sur que se refuerza con la absolutamente inédita visita de dos comandantes del Comando Sur de EE.UU. el actual Alvin Holsey y la anterior, Laura Richardson. Así, la narrativa oficial parece no incluir todos los factores reales que configuraron el desenlace.

Razones geopolíticas

La voladura de los gasoductos Nord Stream 1 y 2 en el mar Báltico, en septiembre de 2022, constituye uno de los actos más elocuentes de la centralidad que el gas natural ha adquirido en la geopolítica contemporánea. Estos ductos, que conectaban directamente a Rusia con Alemania, simbolizaban no solo una arteria energética vital para Europa, sino también una herramienta de influencia estratégica del Kremlin.

Su destrucción —en un contexto de creciente tensión por la guerra en Ucrania— evidenció que el control de la infraestructura gasífera no solo es un activo económico, sino también un instrumento de poder global cuya neutralización puede alterar equilibrios regionales, redefinir alianzas y desencadenar consecuencias económicas y diplomáticas de alcance estructural. En la disputa por la energía, los gasoductos dejaron de ser simplemente canales de transporte para convertirse en objetivos estratégicos.

Desde una perspectiva geopolítica, la planta de GNL proyectada por YPF y Petronas en Argentina para abastecer a Asia podía ser considerada estratégica, y justamente por ello, su desactivación puede interpretarse como una acción con motivaciones que trascienden los argumentos planteados por Milei.

La planta no sólo pretendía monetizar el gas de Vaca Muerta en escala global, sino también posicionar a Argentina como un proveedor directo y competitivo de GNL para China, India, Japón y otros mercados asiáticos. Esa orientación —por fuera de los canales tradicionales dominados por Estados Unidos, Qatar y Australia— suponía un cambio estructural en el mapa energético global. Si Argentina concretaba acuerdos a largo plazo con la demanda asiática, consolidando infraestructura propia de licuefacción y transporte, habría ganado autonomía energética, capacidad de acumulación de divisas y un rol geoeconómico que tensionaría su tradicional lugar periférico.

Es por esto que la interrupción del proyecto, tras la retirada de Petronas, no puede desvincularse de posibles presiones externas que, sin necesidad de asumir formas explícitas, operan a través de amenazas veladas, incentivos, bloqueos financieros o decisiones diplomáticas silenciadas, en una especia de continuidad de la “doctrina de la contención”.

La historia reciente de América Latina ofrece numerosos ejemplos en los que proyectos energéticos que implicaban alianzas estratégicas entre países periféricos o una ruptura del orden energético establecido fueron frenados por vías indirectas. La planta de GNL argentina, orientada al Asia-Pacífico, representaba no sólo una oportunidad económica, sino una afirmación de soberanía comercial y energética, y por eso, era también un blanco potencial para su desactivación.

Soft power

Si se aceptase la hipótesis de una intervención indirecta —como tantas veces ocurrió en la historia de América Latina— por parte del Departamento de Estado o de agencias asociadas a la política exterior estadounidense para desalentar o desarticular el acuerdo entre YPF y Petronas para la producción de GNL en Argentina, podrían esbozarse motivos estratégicos de peso que trascienden el caso particular y remiten a lógicas estructurales de poder en el orden mundial.

En primer término, debe considerarse la centralidad que hoy adquiere el gas natural licuado como vector geopolítico. En su afán por consolidarse como el principal proveedor global de GNL, Estados Unidos no sólo apunta a ampliar su capacidad de exportación, sino también a evitar la emergencia de nuevos polos productivos que puedan disputar mercados estratégicos en Asia y Europa.

Un proyecto como el que preveía asociar a la petrolera estatal argentina con Petronas, constituía un riesgo latente: el surgimiento de una plataforma exportadora alternativa, fuera de los circuitos logísticos controlados por la potencia atlántica y con capacidad de abastecer directamente al hemisferio oriental. La contención de dicha posibilidad puede leerse como un acto preventivo de defensa de los intereses hegemónicos.

En segundo lugar, la consolidación de actores “no alineados” en Vaca Muerta —uno de los reservorios de shale gas más importantes del planeta— implica un doble desafío para los Estados Unidos: por un lado, debilita la primacía de las corporaciones estadounidenses ya presentes en la región (como Chevron o Exxon); por el otro, sienta un precedente peligroso para el modelo de inserción internacional que Washington promueve. Un acuerdo estratégico entre una empresa nacional periférica (YPF) y una firma estatal del Sudeste Asiático (Petronas) desafiaba abiertamente las reglas implícitas del orden energético mundial. Era, en ese sentido, una afirmación de autonomía en un terreno donde, históricamente, las decisiones de fondo han sido supervisadas o condicionadas por las potencias centrales.

A ello se suma una dimensión regional insoslayable. El fortalecimiento de YPF como plataforma soberana de exportación con plantas licuefaccionadoras propias y acceso directo al mercado global sin necesidad de intermediarios, hubiera implicado para Argentina una progresiva emancipación energética y financiera.

El control sobre la renta del GNL hubiese permitido acumular reservas, diversificar alianzas y reducir la dependencia respecto de organismos como el FMI, cuya influencia en las decisiones de política económica ha sido tradicionalmente funcional a los intereses de los países acreedores. Desde esta perspectiva, la concreción del proyecto con Petronas hubiese representado una amenaza al dispositivo de disciplinamiento estructural que desde hace décadas pesa sobre las economías periféricas.

La inserción creciente de actores asiáticos en el Atlántico Sur podría haber sido percibida como un avance inadmisible en una zona históricamente bajo tutela indirecta del poder naval occidental. La lógica del “patio trasero”, aunque retóricamente superada, conserva una fuerza operativa no menor en la planificación estratégica estadounidense.

Un proyecto exitoso de GNL liderado por YPF-Petronas hubiese impactado no solo en la estructura energética argentina, sino también en la simbología política regional. En tiempos de repliegue neoliberal, el éxito de una empresa estatal asociada a un actor soberano del Sur Global hubiese sido leído como una validación práctica del nacional-desarrollismo, en contraste con las recetas privatizadoras. Y eso, en el tablero ideológico regional, representa un desafío que excede los intereses de mercado.

En suma, si hubo presiones indirectas —por canales diplomáticos, financieros o a través de los consabidos mecanismos de influencia multilateral— estas se enmarcan en una lógica de defensa de hegemonía, contención del multipolarismo energético y preservación del statu quo en el control de los recursos estratégicos del continente. No sería la primera vez, los antecedentes sobran. Como en otras coyunturas del siglo XX, América Latina vuelve a ser escenario de una disputa silenciosa por el control de su futuro energético.

Financiamiento

La escasez crónica de inversión en infraestructura en América Latina no responde a una falta de proyectos, sino a un orden financiero internacional que penaliza a las economías periféricas. La arquitectura de crédito multilateral impone condiciones que desincentivan las obras de largo plazo con alto impacto soberano. Mientras Asia ha construido sus propios bancos de desarrollo, la región latinoamericana sigue dependiendo de fondos externos orientados a proyectos extractivos o privatizables. Invertir en infraestructura significa crear poder territorial, y ese poder es visto con recelo por los centros financieros globales. En lugar de represas, polos industriales o plantas de licuefacción, se promueven iniciativas de baja densidad estratégica. La financiación de largo plazo queda relegada por un modelo de concesiones y endeudamiento selectivo que perpetúa la dependencia estructural de la región.

En suma, la desactivación del proyecto YPF-Petronas no puede leerse aisladamente. Es el síntoma de un entramado de lógicas geopolíticas, diplomáticas y financieras que condicionan las posibilidades de desarrollo autónomo de los países periféricos. La planta de GNL, más que un proyecto industrial, representaba una bifurcación estratégica: o continuar con el modelo de subordinación externa, o construir autonomía a través de la energía. La decisión de cerrar esa vía no fue un error político o  puramente técnico. Fue, más bien, el desenlace de una disputa silenciosa por el lugar que Argentina puede o no puede ocupar en el nuevo orden mundial.

Equipo de Redacción