Decir que la política energética entre el 2003 y el 2015 fue un fracaso es pretencioso para los que entendemos como política energética un conjunto de medidas adoptadas por un gobierno en beneficio de la sociedad, que posibilite un uso adecuado, responsable, confiable y seguro, y al menor costo posible, para el consumo residencial, comercial e industrial. Por qué digo eso, porque durante ese período no hubo ninguna política.

Ya desde el Gobierno del doctor Eduardo Duhalde y luego el del presidente Kirchner y los Gobiernos de Fernández de Kirchner, solo existieron medidas tomadas sin ningún tipo de plan o estrategia claramente definida, las que se adoptaron en función de las expectativas políticas y la necesidad de consolidar un poder, fruto del escaso caudal de votos con el que llegó el presidente Kirchner.

En muchos casos esas medidas entraban en contradicción con la legislación aplicable del sector eléctrico y del gas —leyes 24065, 24076 y sus normas reglamentarias— y ni siquiera respetaban los principios y las reglas que aplican a normas de carácter general emitidas por la autoridad de aplicación.

No hay país en el mundo que no sufra las consecuencias de las crisis económicas, ni que tenga algún grado de su población desempleada y que ello tenga efectos sobre las tarifas de los servicios públicos.

Basta mirar Uruguay —con una empresa estatal e integrada de energía y con una matriz energética altamente dependiente de la hidraulicidad complementada hoy día por la fuerte inversión recibida a partir de fuentes de generación de energías renovables o de los combustibles fósiles que no produce y que tiene que importar— o Chile —quien, por el contrario, tiene un sistema eléctrico segmentado al estilo de la República Argentina, el cual depende también de la generación hidroeléctrica, o de sus centrales a carbón o con uso de gas importado (GNL) a partir de los cortes de gas oportunamente comprometidos desde la República Argentina, actualmente en vías de regularización. Pero en todos los países existe la cultura del uso de los servicios de manera responsable, y se pagan porque tiene un costo de producción y distribución; y parece que la Justicia, a diferencia de lo que sucede en nuestro país, lo entiende de la misma manera.

Como consecuencia de la crisis del 2001, el sector energético fue rehén de la situación social por la que atravesó el país, y debemos repasar los errores cometidos para no repetirlos.

Pocas medidas razonables se adoptaron para solucionar esa situación y, por el contrario, no se brindaron las señales para el uso racional de un producto que, si bien es indispensable, resulta en muchos casos escaso y no renovable.

En la Argentina, desde el 2003, todos los consumidores residenciales hemos tenido “tarifa social”, si bien desde el 2012 algunos consumidores residenciales abonan una “tarifa sin subsidio”. Lo cierto es que ningún usuario —ni los consumidores industriales— abona el total de costos que representa generar, transportar y distribuir la energía eléctrica.

Por el contrario, lejos de pensar en una generación al menor costo, se importó GNL a altísimos precios, se importó fuel oil en condiciones superiores a las del mercado y se generó energía eléctrica con unidades de alto costo de rendimiento.

La falta de señales en la producción de gas natural obligó a retomar importaciones de gas de Bolivia, en un contrato de largo plazo que en ningún caso previó las consecuencias de una recuperación en la exploración y la producción de reservas no convencionales, que ya comenzaban a desarrollarse en otras latitudes.

La incongruencia de las medidas adoptadas

Frente a la situación de “crisis”, el sistema eléctrico pasó de un sistema marginal a un sistema de costos medios, sin tener en cuenta que dichos costos medios se incrementaban como consecuencia de las decisiones políticas que se adoptaban, lo que obligó a subsidiar todo el sistema. El costo anual de los subsidios al sector eléctrico ascendió aproximadamente a 150 mil millones de pesos.

Solo pensar que a finales del 2001 todo el costo del sector era trasladado al precio-tarifa que pagaban los clientes-usuarios nos muestra a las claras que durante el período 2003-2015 no existió política energética ni económica, y hoy algunos de los responsables vuelven a sonar como candidatos a las próximas elecciones nacionales.

La ruptura de la cadena de pagos es inadmisible para un mercado que funcionaba casi a la perfección, donde el índice de cobrabilidad mensual superaba el 95% y era posible financiar proyectos de generación con base en contratos a mediano-largo plazo o en función del precio spot esperado, toda vez que Cammesa cancelaba sus obligaciones a los 40 días. Se dictó la resolución 406/05 que creó las liquidaciones de venta con fecha de vencimiento a definir (LVFVD), que fueron una especie de pagaré sin fecha de cobro.

Las únicas inversiones genuinas que se realizaron fueron utilizando las mencionadas LVFVD, las que solo servían dentro del “corralito” del sector energético y con contratos a largo plazo con Cammesa, lo que permitía recuperar dos veces el valor de la inversión.

Existió un mercado de contratos, el que fue “suspendido temporariamente” para los agentes generadores, pero que habilitaba a Cammesa a contratar en nombre del mercado.

Las empresas generadoras pasaron de gestionar sus empresas a recibir el combustible —originariamente a cargo de Cammesa como proveedor de última instancia y luego como proveedor de única instancia— y percibir solo costos de operación y mantenimiento.

El cambio que el sector está aguardando

Como dije, no es posible recomponer en 3 años lo que se fue destruyendo en 12. El sector energético debe regularse de manera coordinada, conociendo las particularidades de cada eslabón de la cadena, pero entendiendo que funcionan de manera complementaria e interdependiente. El esfuerzo por sincerar las tarifas tiene consecuencias directas, pero no excluye la necesidad de recuperar el funcionamiento de los mercados energéticos, en donde la competencia de los actores puede contribuir a encontrar el equilibrio.

Se debe retomar el funcionamiento de los marcos regulatorios dispuestos por las leyes 24065 y 24076, eliminado los parches que se instrumentaron y que subsisten en la actualidad, en donde funcione el mercado y el Estado se ocupe de regularlo y controlarlo.

El periodista Andrés Oppenheimer, en su libro Cuentos Chinos, sostiene: “En los países que funcionan, los Congresos actualizan sus leyes periódicamente, pero una vez que lo hacen sus gobiernos las hacen cumplir. En los otros, las leyes son estáticas pero no necesariamente inflexibles. Mientras no se respeten las leyes y no exista confianza, los países no recibirán inversiones nacionales ni extranjeras, y tendrán que seguir endeudándose para mantener sus economías a flote”.

Espero que estas reflexiones sirvan de ayuda a definir una política energética y también de punto de partida a una recuperación del sector tal como sostiene la actual ley 24065. O en cualquier otro caso deroguemos la ley.

El teorema de Baglini sostiene: “Las convicciones de los políticos son inversamente proporcionales a su cercanía al poder”. Esperemos que esta administración sepa encontrar el punto de partida para comenzar a transitar la solución del problema energético en su conjunto.

Fuente: https://www.infobae.com/opinion/2019/03/26/reflexiones-para-la-reestructuracion-del-sector-energetico-de-la-republica-argentina/

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